Lola y Manuel
Veintidós años. Ayer cumplió veintidós años. El resto de
hermanas le hicieron una tarta para celebrarlo, una de esas que tanto le gustan
a ella, de las de Santiago, con sus almendras y su azuquitar por encima. Y su
cruz, siempre su cruz. Se tenía que notar que estaban en un convento.
Dolores repasó su vida.
Al principio las monjas le dejaban jugar con otros niños del
barrio, recordaba jugar al balón prisionero en la plaza del barrio y llegar al
convento con las rodillas peladas. Recordaba los helados de las tardes de
verano y las galletas que robaban de las cocinas del convento ella y su amiga
Julia, y cómo el resto de hermanas nunca se daban cuenta de que faltaban unas cuantas en el tarro.
Creció.
Y dejó de ver a Julia
y de jugar en la calle, porque las monjas de clausura (que era lo que tenía que ser ella ahora) no podían tener amigas ni jugar al balón
prisionero. Así se lo explicaron cuando cumplió los doce años. Y ella lo
entendió. Porque las monjas la habían criado cuando su madre la abandonó en la calle y no habían
dejado que se muriese de frío y de hambre, y ahora se lo debía a ellas, que no
la habían estado alimentando para nada. A ellas y a Dios.
Así se lo explicaron a Dolores. Y así ella lo entendió.
Pero Dolores, que ayer cumplió veintidós años, hoy no
entiende por qué le debe su vida a nadie, por muchas galletas que hubiese
robado de niña. Y no entiende por qué a Dios le gusta que esté encerrada,
pasándose la vida entre pasteles y rezos, cuando ella lo que quiere es estar
ahí fuera, donde la gente es libre, paseando calle arriba y calle abajo hasta
que le duelan los pies.
Las campanas llaman a misa de doce.
Y Dolores abre la puerta y
corre. Sin pensárselo dos veces, sin cambiarse el hábito. Dolores sale
corriendo calle abajo. Corre libre bajo la lluvia.
Por su mala cabeza. Por su mala cabeza llevaba quince años
metido en una jaula. Y lo repetía. “¡Por mi mala cabeza, mi madre!”. Lo repetía
gritando en su celda noche tras día y día tras noche.
Cuando Manuel tenía trece años comenzó a ser jornalero en
unos olivares de un pueblo de Jaén. Se levantaba todos los días al alba y se
iba a recoger la aceituna, olivo tras olivo vareaba las ramas, y luego se
agachaba para recoger el fruto. Llegaba a su casa cuando se ponía el Sol,
satisfecho y cansado, deseando coger su guitarra como cada noche, para tocar en
familia y ver a su hermana Lucía bailar.
A él le gustaba la escuela, de veras que le gustaba. Don
Fernando siempre decía que era el mejor de la clase, y que si seguía trabajando
así llegaría todo lo lejos que quisiera. Y Manuel se esforzaba más y más en
estudiar cada vez que Don Fernando se lo decía.
Pero su padre falleció. Y en casa eran siete. Y él era el
mayor. Con siete bocas que alimentar, no hubo nada que decirle a Manuel, claro
que no. Él entendió. Y se fue al olivar.
Cuando Manuel llevaba ya dos años trabajando en el olivar,
harto de ver las estrecheces que pasaba su
familia, y de ver como su madre
se iba quitando cada vez más comida del propio plato para dársela a sus hijos,
decidió participar en el asalto al cortijo del patrón. A decir verdad, decidió
organizar el asalto al cortijo del patrón. No cayó en la cuenta Manuel de que
uno de los asaltantes colaboraba con el enemigo. Cuando llegaron al cortijo, la
guardia civil les estaba esperando dispuesta a arrestarles.
El patrón le acusó de haber estado robando durante los dos
años que estuvo trabajando las tierras, no sé cuántas mil pesetas dijo el muy
canalla que Manuel había robado, y eso que Manuel nunca había cogido ni una
aceituna que no fuese suya. Poco se
puede hacer en un país en el que la justicia y los favores juegan del bando del
que más billetes tiene.
Y así fue como Manuel llegó a la cárcel de Sevilla. Por su
mala cabeza.
Pero hoy sale Manuel. Hoy le dan la libertad, tras quince
años encerrado, apaleado y vejado, pasando calamidades que ni si quiera se
atreve a contar, desprovisto de su dignidad, hoy sale Manuel. Y le darán su
guitarra. ¿Y si se le ha olvidado cómo tocarla? Pues ya aprenderá otra vez. Hoy
sale Manuel y tocará su guitarra en un portalillo mientras se imagina que su
hermana Lucía baila. Igual hasta se ha casado su hermana Lucía.
- A ver, el
Lolo, que hoy te damos boleto. ¿Llevas tus cosas?— vocifera el guarda.
- - Me falta la guitarra señor.
- - ¡Va a estar buena la guitarra después de quince
años! Cómo no la quieras para hacer una hoguera …- se aleja y le grita a su
compañero- ¿Está por ahí la guitarra de este?
Y le dan la guitarra a Manuel.
El reloj de pulsera del guarda
marca las doce. Se abren las puertas y sale. Le recibe la lluvia.
Estaba fumándose el primer cigarro de su recién estrenada
libertad cuando la vio. Al principio sólo era una mancha blanca en la lejanía,
pero a medida que se acercaba corriendo la mancha blanca se convirtió en una
muchacha. Una muchacha vestida de monja, eso sí. Llevaba un hábito blanco que le
llegaba hasta los pies y una tela negra en la mano que de tan mojada ya era
inservible y que Manuel supuso que había hecho las funciones de velo. Le
colgaba un crucifijo del cuello. Llegó al soportal en el que se encontraba
Manuel.
-Pero chiquilla, ¿dónde vas de esa guisa?—le preguntó Manuel
– Anda y pásate aquí a resguardarte que
vas a pillar una pulmonía.
Dolores le miró. Era el primer hombre que le hablaba en su
vida. El primero que le llamaba chiquilla.
-
¿Y a usted qué le importa dónde voy yo?—No, no
se iba a dejar camelar.
-
¡Cuchi, la monja! Más te vale que cuando hables
con Dios seas más amable porque si no mal futuro te espera niña—Le dio una
calada a su cigarro – A mí ya ves tú que más me da... Con la poca gracia que me
hace a mí el clero…
Dolores entró al portal a regañadientes.
-
Me llamo Dolores.
-
Pues muy buenas tardes Dolores, yo soy Manuel.
Se quedaron en silencio los dos durante un rato. Mirándose
ambos por el rabillo del ojo y sin saber muy bien que decir.
-
¿Y esa guitarra? ¿Sabes tocar?
-
Sabía. No sé si me acordaré mucho, pero más me
vale aprender pronto—Manuel hizo una pausa, no sabía si quizá era revelar
demasiado a su compañera de soportal, que le miraba sin entender sus últimas
palabras. Al fin se decidió—Ahora mismito acabo de salir de la cárcel niña,
pero no te asustes, que no hago na’. Me llevaron preso por una cosa que yo no
había hecho. No me pongas esa cara que de verdad que no lo hice, te lo juro por
tu amigo el que está en lo alto. El caso es que ahora no sé cómo me voy a ganar
la vida, y había pensado que podía tocar en la calle hasta que me ahorre unas
perrillas para volver a mi tierra.
Dolores asintió con la cabeza.
-
Bueno, ¿Y tú qué?—preguntó Manuel—Porque no es
muy normal que una monja vaya corriendo calle abajo con la que está cayendo.
-
Me he escapado. Las monjas me encontraron cuando
era un bebe, y como me cuidaron y yo no tenía a nadie más, pues tuve que
hacerme monja yo también. —contestó Dolores—Yo nunca quise ser monja.
Manuel rió al
principio para quedarse pensativo después.
-
Hay unas cárceles más bonitas que otras, niña.
Siguió pensando un momento, miró
a Lola. Si, algo apañarían.
-
Oye niña, ¿tú no sabrás bailar flamenco?
-
Pues claro que no. ¿O es que te parece a ti que
un convento es lugar para aprender a menear las caderas?
Era descarada.
Manuel la volvió a mirar. Tenía el pelo rizado y negro, oscuro
como el tizón, la piel aceituna y los ojos negros, muy negros, chispeantes, y una nariz prominente. Era gitana. Como él. Y si era gitana tenía arte, tenía
la pasión de su etnia corriéndole como un torbellino por su sangre. Algo sabría
hacer la chiquilla. Si, era gitana con arte.
-
¿Y cantar?
-
Cantar si, los salmos.
-
¿Pero qué salmos ni que niño muerto, chiquilla?
A ti te enseño yo unos fandanguillos y unas bulerías y en dos semanas nos
hacemos de oro. ¡Mira que ser de Sevilla y no saber cantar más que salmos!¡ De
dónde vengo yo te tenían que mandar a ti!—Dolores se rió—Ahora eso sí, te
tenemos que cambiar el nombre, ¡Cuidao’ con las monjas vaya nombre feo te
pusieron! – Manuel calló de repente y se puso colorado—Si te apetece claro, que
si a ti te gusta Dolores pues Dolores se queda.
Así fue cómo Dolores pasó a llamarse Lola, y cómo aprendió a cantar fandangos, bulerías y soleás.
Manuel pudo comprobar que aún sabía tocar la guitarra, y que
no se había equivocado al intuir que Lola tenía el arte de los gitanos en lo
más profundo de sus entrañas, y Lola nunca más volvió a cantar un salmo. No
desde que había aprendido a cantar una música que le emocionaba de verdad.
Tocaban mañanas y tardes, recorriendo todas las calles de Sevilla. Manuel acariciaba la guitarra con sus dedos, y Lola palmeaba y cerraba
los ojos mientras cantaba dejándose llevar. A veces hasta incluso se arrancaba
a bailar.
Y por las noches se emborrachaban los dos. El dinero del día
se lo gastaban en conseguir una cama en
una pensión, y con lo que sobraba se pedían siempre vino, mucho vino, y un plato
de jamón.
Y brindaban siempre. Brindaban libres, mirando desde lo
lejos, burlones, esas cárceles que un día dejaron atrás.
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