Gitana mía
Conocí a tu padre hace ahora treinta años. Yo estaba sentada
en una terraza al sol, en la Plaza de las Minas. Él tocaba una guitarra en la
misma plaza, con la funda de la guitarra abierta a sus pies, recogiendo las
pocas monedas que los transeúntes querían echar. Recuerdo qué tomé esa tarde:
dos cafés, una cocacola y una copa de licor de miel. Cuatro horas escuchando a
tu padre tocar, esperando que terminase su turno para ver si con algo de
suerte, reparaba en aquella chiquilla de veintidós años que había consumido más
cafeína de la cuenta sólo por oírle tocar.
Cuando terminó se acercó a mi mesa. Me invitó a cenar con lo que había
sacado tocando aquella tarde. Una ración de queso y otra de boquerones fritos.
Aquella misma noche hicimos el amor por primera vez.
El tenía diez años más que yo. Me contó sobre Carmen, su
primera mujer a la que perdió tan sólo un año después de casarse. Supe que a mí
nunca me amaría igual que a ella. Vi la cicatriz en su corazón, que seguía
doliendo a pesar de haber dejado de sangrar.
Tu padre comenzó a dar clases de guitarra y yo a vender
artesanía en una pequeña tiendecita del barrio. Nos mudamos de casa poco antes
de quedarme embarazada de ti. Una casa pequeña, sin lujos, con un patio que pronto
llenamos de geranios. Un rincón de paz donde nos tomábamos un aperitivo antes
de cenar.
La vida transcurría tranquila entre flores y el eco de una
guitarra. Naciste tu. Te llamamos Carmen.
Envejecimos felices, amándonos cada noche. Todas las noches.
Me gustaría decirte que sé cuál fue el motivo de su marcha,
que sé por qué aquel dos de Junio nos levantamos y el ya se había ido, con la
intención de nunca volver. Me gustaría poder sacarte de la oscuridad que se
instala en ti cuando sin saber por qué pierdes lo que más quisiste en la vida.
Sólo se llevó su guitarra.
Me pasé noches enteras en vela, esperando oír sus cuerdas
tocar en nuestra ventana, pero jamás regresó. No que yo supiera.
Aún hoy recuerdo aquel plato de boquerones, aquella sonrisa
cuando me decía gitana mía, el brillo
de sus ojos al verte sonreír.
Aún hoy me preguntó qué fue aquello que le llevó a
marcharse, a abandonar nuestras tardes de sol en el patio de los geranios, a
dejar nuestra vida feliz. Aquel dos de junio maldito en el que la vida acabó para
mí.
Tengo la certeza
de que aún sonríe cuando dice gitana
mía, y de que sus ojos brillan cuando piensa en ti.
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