El estudio
Marlene recibió el mensaje al móvil mientras esperaba en el
portal. Ve subiendo. Se me ha complicado
la cosa.
Pasó al portal sin dar la luz y subió a correprisa las
escaleras, guardando la suficiente precaución como para que nadie le viera. Las
posibilidades de encontrar a alguien conocido en el edificio eran ínfimas, ya
que se encontraba en la otra punta de la ciudad, pero aún así era mejor andar
con pies de plomo y no tentar a la suerte.
No es que Marlene estuviese haciendo
nada malo, claro que no, jamás en su vida había hecho nada que excediese los
límites de la legalidad, ni asesinatos, ni extorsiones, ni falsear la
declaración de la renta, ni si quiera de niña se había atrevido a robar la
piruleta roja del puesto de la señora Rosita, sin embargo, esta situación
concreta no se encontraba claramente dentro de los límites morales.
Introdujo la llave en la cerradura, y al girarla y atravesar
la puerta sintió una calidez que sólo se encuentra cuando llegas al que
consideras tu hogar.
El estudio era tan sumamente pequeño que podría ser
catalogado como enano. Una cama no muy grande ocupaba una pared, y lo que
pretendía ser una cocina hacía lo mismo con otra de ellas, un pequeñito sillón
donde le gustaba sentarse a leer mientras fumaba cannabis y un cuartito de baño
con lo imprescindible. Para hacerlo más
acogedor había colgado un par de pósters que compró una tarde en la calle a un
vendedor ambulante cuya calidad de sus sonrisas era mucho más valiosa que la
calidad de las imágenes que vendía. En uno de los posters aparecían un par de
niños jugando en el parque, el otro era una foto de un desayuno. Dos tazas de
café, cuatro tostadas y dos piezas de fruta. Dos, siempre dos. Ninguno de los
dos dibujos era especialmente bonito, pero al menos cumplían la función de
hacer de ese cuchitril algo habitable.
Se sentó en la cama a esperar a Hugo.
Conoció a Hugo una tarde por casualidad, entre el ir y venir
frenético de la ciudad. Dónde, cómo y por qué se conocieron importa poco en
esta historia, ninguno de los dos creían en los principios, tampoco en los
finales, ambos eran firmes defensores de que era el contenido lo que realmente
importaba, no se trataba del origen o del final, no era el desenlace de un
libro lo que te mantenía enganchado a él, sino la historia que entretejían sus
protagonistas. Amaban los principios inacabados. Los cuadros a medio terminar
les parecían las auténticas obras de arte, en parte porque ellos se creían
todavía una de esas obras de arte inacabadas, tanto como personas como amantes
se negaban a haber recibido la última pincelada, el cierre de la sinfonía, el
punto y final de su propia novela negra.
Por supuesto, ni él se llamaba Hugo ni ella Marlene,
decidieron ser dos desconocidos el uno para el otro, conocerse mejor que nadie
en la libertad que concede la ignorancia del pasado ya vivido, de las
expectativas de futuro que se quedaron a medio terminar, de errores previos o
de éxitos mal disfrutados, de relaciones truncadas y responsabilidades a la
espalda. Jamás se contaron quién era cada uno y si provenían de una familia
rica o pobre, jamás se hablaba de las preocupaciones de la vida diaria, de
compromisos futuros. Y de esta manera, obviando todo lo circunstancial y
absorbiendo todo lo esencial, fue como Hugo y Marlene jamás se llegaron a
conocer al tiempo que nadie nunca se conoció tanto.
Solían acudir al estudio una o dos veces por semana. Al
principio era una cuestión puramente pasional, y no me refiero con esto a los revolcones
inesperados sobre la moqueta, sino al placer de una conversación interesante,
al intercambio de experiencias y opiniones sobre temas pasados o vividos,
actuales o de cinco épocas más atrás, a las distintas formas de ver el mundo, y
distintas formas de percibir un mismo olor.
Y fue así, de esta manera como poco
a poco se olvidaron de sus vidas personales, esas con las que se habían tenido
que conformar fingiendo sobrevivir y empezaron a disfrutar su vida juntos, la
vida de vivencia y no de supervivencia. La vida de intensidad capuccina de la
mano de un desconocido, una vida que pronto se transformó en algo carnal, en revolcarse
inesperadamente sobre la moqueta, en pasar de hablar de arte a ser el propio
arte.
Marlene y Hugo se comenzaban a desnudar el uno al otro ya en
el rellano, y atravesaban la puerta del estudio ignorando las arrugas de la
cincuentena, el peso arrastrado de los años sobre la espalda y las
preocupaciones en las ojeras. Y así, entre los entresijos de los ojales de los
botones y los cierres de un sostén, fueron encontrando lo que un día tanto
ansiaron, la vejez que imaginaban en su juventud, una nueva juventud inesperada
en su vejez. Salieron de sus vidas vacías tomando de la mano a un desconocido
que se sentía tan atrapado como el otro.
Sin haberlo planeado pasaron a ser protagonistas en un pequeño estudio de alquier,de horas que se le antojaban la vida misma, siendo el resto de sus vidas tan sólo una
representación. Sólo importaban las horas en aquellos cuarenta metros cuadrados,
sólo importaban los escasos dos años que habían compartido juntos, de igual modo que
sólo existía el uno para el otro.
Fue por esa existencia exclusiva por lo que Marlene se
preocupó cuando esa tarde Hugo no llegó al estudio. Esperó durante horas con la
cabeza llena de mil ideas tanto irracionales como racionales, ideas posibles o
totalmente improbables, ideas que hacían de su historia un final feliz o el más
trágico de ellos.
Pasó la noche angustiada, encerrada en su casa mirando la
tele sin ver nada en ella. La única regla era no contactar nunca el uno con el
otro a no ser que fuese por el hecho de no poder acudir a la cita, así que no
se atrevió a llamarlo. A las dos de la mañana se fue a dormir, agotada por sus
propios pensamientos.
Cuando despertó al día siguiente tenía las mismas dudas sin
resolver en su cabeza que la noche anterior, hasta que cogió el periódico y leyó el titular.
Fallece un hombre en
Madrid a manos de su mujer.
La noticia contaba como un frutero de Madrid de 53 años
había sido asesinado por su esposa a punta de pistola después de que esta se
enterara de que mantenía una aventura con otra mujer. Los hechos ocurrieron la
noche anterior y en presencia de sus tres hijos. Al lado del titular aparecía
una foto de Hugo, quien en realidad se llamaba Pedro Santolaya.
Marlene volvió a dejar el periódico dónde estaba y salió
llorando de su oficina de trabajo. Cogió el coche mientras que las palabras que Hugo le había dicho dos días antes resonaban sin parar en su cabeza. “La
muerte es sólo tragedia. Nunca te recuperas de una muerte, todos llevamos un
poquito de muerte dentro. Y marchita todo lo que encuentra a su paso. Pero es necesaria para saborear la vida."
Al día siguiente encontraron a Rosario Díaz, de 58 años,
muerta en un pequeño estudio a las afueras de Madrid. Cuando la encontraron el
cuerpo se hallaba desnudo y con claras marcas de haberse suicidado. Su hija
menor, la única que se encontraba en la ciudad, no quiso asistir al entierro
debido a que llevaba quince años sin hablar con su madre, a la que acusaba de
haber sido la responsable de que su hermana mayor muriese a causa de las drogas.
Tres años después, una estudiante de Economía que vivía en
el mismo estudio encontró en el altillo del armario cinco cuadernos repletos de
relatos, y tres cuadros en los que se veía a una pareja de edad avanzada
retratada en lo que parecía ese mismo estudio. Tiró todo lo que encontró e hizo
hueco para la funda nórdica que acababa de comprar. De todos modos los cuadros estaban sin terminar.
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